Me encontraba algo aturdida por la temperatura, aquel fue un día especialmente frío. Caminaba sin rumbo entre los árboles, desconectada del mundo que me rodeaba. Ni siquiera era consciente de que me estaba dirigiendo a la Casa del Árbol de manera mecánica; mis pasos estaban dirigidos por el entumecimiento de mis músculos y por una mente en blanco que no podía razonar. Bajo mis pies, la nieve y las ramas crujían; pequeños brotes de hierba asomaban y las rápidas ardillas recogían las bellotas que habían caído de los árboles.
Después de cruzar el estanque saltando de
piedra en piedra procurando entrar en calor, llegué al bosque. Fue entonces
cuando una veloz sombra entre la maleza llamó mi atención. Hasta ese preciso
momento, mi cerebro no había reaccionado a un solo estímulo. Pero aquello fue
diferente. Me pareció que la enigmática figura se dirigía al claro, a nuestra
cabaña. Sin pensármelo dos veces, la seguí corriendo.
Salí del bosque como una exhalación y el aire
fresco del pequeño claro me azotó el rostro dejándome las mejillas coloradas.
Sigilosamente me acerqué a la Casa del Árbol buscando alguna presencia en ella.
Subí los peldaños de la podrida escalinata de uno en uno deseando que
soportasen mi peso. Su estado era lamentable. Ya dije que había que
arreglarlas.
Entonces di un paso en falso y el pie derecho
se me resbaló. El peldaño del que me aferraba se partió por la mitad, haciendo
que cayese de espaldas. Por suerte o por desgracia, mi pie izquierdo quedó
sujeto de manera increíble a uno de los escalones, gracias a la cuerda que los
sujetaba. De modo que terminé colgada boca abajo sin poder moverme. Eso sí, no
salió ni una palabra de mi boca. Me había tomado en serio aquella misión de
espionaje.
Me empezaba a doler la cabeza. La notaba hinchada.
Hinchada y roja. Después de varios intentos de librarme del lío que se había
montado en mi pie, me impulsé con fuerza y conseguí agarrar la escalera. Logré
librarme de la cuerda, pero, al sacar el pie, noté que me dolía el tobillo.
Ahogué un alarido de dolor. ¡Seguro que me lo había doblado! Con el ceño
fruncido y mucha fuerza de voluntad, conseguí llegar arriba del todo. Me aferré
a los tablones de madera del suelo de la Casa del Árbol con todas las fuerzas
que me quedaban. Respiraba entrecortadamente, así que intenté relajarme
cogiendo una gran bocanada de aire. Al hacerlo levanté la vista. Lo que vi me
dejó helada. Era Gaël. Con una chica. Se besaban apasionadamente. Él la cogía
con fuerza de la cintura. Ella le desabrochaba la camisa.
Bajé lo más rápido que pude de allí. No podía
ver más. ¿Qué estaba pasando ahí? ¿Por qué me estaba haciendo aquello Gaël? No
pude evitar ponerme a llorar. Y no lloraba desde los nueve años, cuando Leslie
Thompson –una niña dos años mayor que yo- me pegó un puñetazo en el ojo. Me
enjugué las lágrimas, pero seguían brotando, sin control, de mis ojos
enrojecidos. Pensé en volver al internado, pero cuando me puse a andar, tropecé
y caí. Y me quedé allí tirada. Llorando.
Todo aquello no eran paranoias de un amor
platónico. Hacía dos meses que Gaël me pidió que fuera su novia. Y hacía seis
que nos veíamos a escondidas en los baños comunitarios, como dos fugitivos. Por
supuesto, Sadie no sabía nada. No queríamos que nada cambiase entre nosotros
tres, así que, decidimos guardarlo en secreto. Pero el me juró su amor. Y esto…
me superaba.
No sentía nada más que el frío contacto con la
nieve. Quería levantarme, la cara se me estaba paralizando. Pero no llevaba
guantes, por lo que para entonces mis manos estaban agarrotadas e inservibles.
Desistí.
En ese momento escuché unas pisadas a mi
espalda. Y voces.
-¿No vienes, cariño? –preguntó la voz
femenina.
-No… me quedo un rato por aquí. Me apetece
pasar un tiempo solo.
-Como quieras, amor. Pero cuando vuelvas serás
todito mío.
Después, noté que alguien se aproximaba.
Asustada, rodé sobre mí misma cayendo por un escalón natural de tierra y hojas
secas, y ocultándome tras un matorral. Me acerqué un poco a un agujero que
formaban las ramas para tener mejor visión. De pronto, apareció la chica. Pelo
negro y lacio, botas cobrizas de montar a caballo y mucha prepotencia. Sin
ninguna duda aquella era Leslie Thompson. La del puñetazo. Empecé a llorar de
nuevo. Esta vez con más fuerza. La vi desparecer en la espesura del bosque, y
salí de mi escondite de un salto, rabiosa.
Vi a Gaël sentado en una piedra, con el rostro
enterrado entre las manos. No sabía si estaba llorando, o simplemente quería
pensar. Me dio igual. Me acerqué a él dolida, le aparté las manos de un golpe y
le miré fijamente.
Sus ojos tristes pronto se tornaron
inquisitivos e, inmediatamente después, adquirieron un toque de arrogancia.
-Tú –susurró mirándome inalterable. No me lo
podía creer. Enfocó la vista al suelo. Sólo reaccioné intentando darle un
bofetón. Me paró cogiéndome de la muñeca sin desviar ni un milímetro su mirada.
De nuevo no pude evitar lloriquear. Volvió a dirigir la vista a mí.
-Te odio –musité entre dientes. Él me dedicó
una media sonrisa insolente. ¿Por qué se comportaba de manera tan infantil?
-¿Por qué?
-¿De verdad crees que es necesario responder a
eso? ¿POR QUÉ NO SE LO PREGUNTAS TU
AMIGUITA? –Cada vez lloraba más y más.
Enmudeció. Pero me di cuenta de que no era por
vergüenza o arrepentimiento. Era simple diversión.
En ese mismo instante tuve la imperiosa
necesidad de darle lo que se merecía. Puse las palmas de mis manos sobre su
pecho y empujé. Se cayó hacia atrás de manera ridícula.
-¿Por qué te haces la víctima? –gritó
levantándose de un salto. Yo di un paso atrás, su semblante parecía amenazador.
-¿Que por qué…? ¡Te lo estabas montando con
Leslie Thompson en NUESTRO refugio! ¡Es un símbolo de nuestra amistad, de
nuestra vida y de nuestra unión! ¡Y TE ATREVES A PROFANARLO ASÍ! Por no hablar
de…
-¿De qué? ¿Eh? –dijo aproximándose. Yo no me
moví. No pude.
-Me dijiste que me querías…
-¡Y tú a mí! –Se volvió loco-. ¡Y te vas a
Seattle mañana mismo!
De pronto mis pensamientos se ordenaron de
manera prodigiosa. Un soplo de viento me revolvió el pelo.
-¿Todo esto que has montado es por eso?
¿Porque Sadie y yo nos vamos? Ya hablamos de eso, Gaël, cuando Sadie se fue. Tú
no puedes venir. Aún tienes 17 años. Y me dijiste que no te importaba esperar
hasta enero. ¡No es tanto tiempo!
-No quiero marcharme. Quiero quedarme en
Liverpool. Esos malditos yanquis están destrozando el mundo. Guerras, opulencia,
odio. ¿Crees que quiero vivir en un lugar así? ¡Lleno de asesinos! –Casi sin
darse cuenta me tenía cogida con fuerza de las muñecas. Me miraba ceñudo.
-¿Qué? Si no quieres venir no me eches la
culpa a mí –dije intentado zafarme de él. No lo conseguí.
-¿Y por qué debería irme? ¿Tengo que ser yo el
único que hace esfuerzos por salvar esta relación? –Me soltó.
-¿ESFUERZOS? ¿Qué esfuerzos estás haciendo?
¡Te has enrollado con otra! –sentía que me moría. Él suspiró, se retiró el pelo
de la cara y me dio la espalda con desdén. Cerré los puños.
-Honey. Acéptalo. Ya no te quiero. Estamos
haciendo el tonto… -dijo sin darse la vuelta. Reprimí un lloriqueo infantil.
Sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos. Pero ya debía habérmelo
imaginado. Ese cerdo arrogante…
Se giró buscándome. Yo estaba en el mismo
lugar que antes, inmóvil; con la mirada fija en sus ojos. Quería hacer algo,
pero no sabía qué. No podía pensar, así que dejé que actuase mi instinto.
Él desvió la mirada, era el momento perfecto.
Me precipité hacia él y le propiné, con agilidad, un puñetazo en el ojo. Igual
que Leslie Thompson.
Se tambaleó, sobresaltado. Se cubrió el rostro
con las manos, pero yo sabía que intentaba ocultar. Su llanto. ¡Sorpresa! Los
chicos también lloran.
Escupí en sus zapatos y me alejé de él con
paso firme. Cuando estuve a punto de entrar al bosque, me giré. Le vi
arrodillado en la nieve lloriqueando. Sinceramente, yo hice lo propio durante
todo el camino.