lunes, 7 de noviembre de 2011

Capítulo 5 - Honey

 Escrito por Honey. 


 Me encontraba algo aturdida por la temperatura, aquel fue un día especialmente frío. Caminaba sin rumbo entre los árboles, desconectada del mundo que me rodeaba. Ni siquiera era consciente de que me estaba dirigiendo a la Casa del Árbol de manera mecánica; mis pasos estaban dirigidos por el entumecimiento de mis músculos y por una mente en blanco que no podía razonar. Bajo mis pies, la nieve y las ramas crujían; pequeños brotes de hierba asomaban y las rápidas ardillas recogían las bellotas que habían caído de los árboles.

 Después de cruzar el estanque saltando de piedra en piedra procurando entrar en calor, llegué al bosque. Fue entonces cuando una veloz sombra entre la maleza llamó mi atención. Hasta ese preciso momento, mi cerebro no había reaccionado a un solo estímulo. Pero aquello fue diferente. Me pareció que la enigmática figura se dirigía al claro, a nuestra cabaña. Sin pensármelo dos veces, la seguí corriendo.

 Salí del bosque como una exhalación y el aire fresco del pequeño claro me azotó el rostro dejándome las mejillas coloradas. Sigilosamente me acerqué a la Casa del Árbol buscando alguna presencia en ella. Subí los peldaños de la podrida escalinata de uno en uno deseando que soportasen mi peso. Su estado era lamentable. Ya dije que había que arreglarlas.

 Entonces di un paso en falso y el pie derecho se me resbaló. El peldaño del que me aferraba se partió por la mitad, haciendo que cayese de espaldas. Por suerte o por desgracia, mi pie izquierdo quedó sujeto de manera increíble a uno de los escalones, gracias a la cuerda que los sujetaba. De modo que terminé colgada boca abajo sin poder moverme. Eso sí, no salió ni una palabra de mi boca. Me había tomado en serio aquella misión de espionaje.

 Me empezaba a doler la cabeza. La notaba hinchada. Hinchada y roja. Después de varios intentos de librarme del lío que se había montado en mi pie, me impulsé con fuerza y conseguí agarrar la escalera. Logré librarme de la cuerda, pero, al sacar el pie, noté que me dolía el tobillo. Ahogué un alarido de dolor. ¡Seguro que me lo había doblado! Con el ceño fruncido y mucha fuerza de voluntad, conseguí llegar arriba del todo. Me aferré a los tablones de madera del suelo de la Casa del Árbol con todas las fuerzas que me quedaban. Respiraba entrecortadamente, así que intenté relajarme cogiendo una gran bocanada de aire. Al hacerlo levanté la vista. Lo que vi me dejó helada. Era Gaël. Con una chica. Se besaban apasionadamente. Él la cogía con fuerza de la cintura. Ella le desabrochaba la camisa.

 Bajé lo más rápido que pude de allí. No podía ver más. ¿Qué estaba pasando ahí? ¿Por qué me estaba haciendo aquello Gaël? No pude evitar ponerme a llorar. Y no lloraba desde los nueve años, cuando Leslie Thompson –una niña dos años mayor que yo- me pegó un puñetazo en el ojo. Me enjugué las lágrimas, pero seguían brotando, sin control, de mis ojos enrojecidos. Pensé en volver al internado, pero cuando me puse a andar, tropecé y caí. Y me quedé allí tirada. Llorando.

 Todo aquello no eran paranoias de un amor platónico. Hacía dos meses que Gaël me pidió que fuera su novia. Y hacía seis que nos veíamos a escondidas en los baños comunitarios, como dos fugitivos. Por supuesto, Sadie no sabía nada. No queríamos que nada cambiase entre nosotros tres, así que, decidimos guardarlo en secreto. Pero el me juró su amor. Y esto… me superaba.

 No sentía nada más que el frío contacto con la nieve. Quería levantarme, la cara se me estaba paralizando. Pero no llevaba guantes, por lo que para entonces mis manos estaban agarrotadas e inservibles. Desistí.

 En ese momento escuché unas pisadas a mi espalda. Y voces.

 -¿No vienes, cariño? –preguntó la voz femenina.
 -No… me quedo un rato por aquí. Me apetece pasar un tiempo solo.
 -Como quieras, amor. Pero cuando vuelvas serás todito mío.

 Después, noté que alguien se aproximaba. Asustada, rodé sobre mí misma cayendo por un escalón natural de tierra y hojas secas, y ocultándome tras un matorral. Me acerqué un poco a un agujero que formaban las ramas para tener mejor visión. De pronto, apareció la chica. Pelo negro y lacio, botas cobrizas de montar a caballo y mucha prepotencia. Sin ninguna duda aquella era Leslie Thompson. La del puñetazo. Empecé a llorar de nuevo. Esta vez con más fuerza. La vi desparecer en la espesura del bosque, y salí de mi escondite de un salto, rabiosa.

 Vi a Gaël sentado en una piedra, con el rostro enterrado entre las manos. No sabía si estaba llorando, o simplemente quería pensar. Me dio igual. Me acerqué a él dolida, le aparté las manos de un golpe y le miré fijamente.

 Sus ojos tristes pronto se tornaron inquisitivos e, inmediatamente después, adquirieron un toque de arrogancia.

 -Tú –susurró mirándome inalterable. No me lo podía creer. Enfocó la vista al suelo. Sólo reaccioné intentando darle un bofetón. Me paró cogiéndome de la muñeca sin desviar ni un milímetro su mirada. De nuevo no pude evitar lloriquear. Volvió a dirigir la vista a mí.
 -Te odio –musité entre dientes. Él me dedicó una media sonrisa insolente. ¿Por qué se comportaba de manera tan infantil?
 -¿Por qué?
 -¿De verdad crees que es necesario responder a eso? ¿POR QUÉ NO SE LO PREGUNTAS  TU AMIGUITA? –Cada vez lloraba más y más.

 Enmudeció. Pero me di cuenta de que no era por vergüenza o arrepentimiento. Era simple diversión.

 En ese mismo instante tuve la imperiosa necesidad de darle lo que se merecía. Puse las palmas de mis manos sobre su pecho y empujé. Se cayó hacia atrás de manera ridícula.

 -¿Por qué te haces la víctima? –gritó levantándose de un salto. Yo di un paso atrás, su semblante parecía amenazador.
 -¿Que por qué…? ¡Te lo estabas montando con Leslie Thompson en NUESTRO refugio! ¡Es un símbolo de nuestra amistad, de nuestra vida y de nuestra unión! ¡Y TE ATREVES A PROFANARLO ASÍ! Por no hablar de…
 -¿De qué? ¿Eh? –dijo aproximándose. Yo no me moví. No pude.
 -Me dijiste que me querías…
 -¡Y tú a mí! –Se volvió loco-. ¡Y te vas a Seattle mañana mismo!

 De pronto mis pensamientos se ordenaron de manera prodigiosa. Un soplo de viento me revolvió el pelo.

 -¿Todo esto que has montado es por eso? ¿Porque Sadie y yo nos vamos? Ya hablamos de eso, Gaël, cuando Sadie se fue. Tú no puedes venir. Aún tienes 17 años. Y me dijiste que no te importaba esperar hasta enero. ¡No es tanto tiempo!
 -No quiero marcharme. Quiero quedarme en Liverpool. Esos malditos yanquis están destrozando el mundo. Guerras, opulencia, odio. ¿Crees que quiero vivir en un lugar así? ¡Lleno de asesinos! –Casi sin darse cuenta me tenía cogida con fuerza de las muñecas. Me miraba ceñudo.
 -¿Qué? Si no quieres venir no me eches la culpa a mí –dije intentado zafarme de él. No lo conseguí.
 -¿Y por qué debería irme? ¿Tengo que ser yo el único que hace esfuerzos por salvar esta relación? –Me soltó.
 -¿ESFUERZOS? ¿Qué esfuerzos estás haciendo? ¡Te has enrollado con otra! –sentía que me moría. Él suspiró, se retiró el pelo de la cara y me dio la espalda con desdén. Cerré los puños.
 -Honey. Acéptalo. Ya no te quiero. Estamos haciendo el tonto… -dijo sin darse la vuelta. Reprimí un lloriqueo infantil. Sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos. Pero ya debía habérmelo imaginado. Ese cerdo arrogante…

 Se giró buscándome. Yo estaba en el mismo lugar que antes, inmóvil; con la mirada fija en sus ojos. Quería hacer algo, pero no sabía qué. No podía pensar, así que dejé que actuase mi instinto.

 Él desvió la mirada, era el momento perfecto. Me precipité hacia él y le propiné, con agilidad, un puñetazo en el ojo. Igual que Leslie Thompson.

 Se tambaleó, sobresaltado. Se cubrió el rostro con las manos, pero yo sabía que intentaba ocultar. Su llanto. ¡Sorpresa! Los chicos también lloran.

 Escupí en sus zapatos y me alejé de él con paso firme. Cuando estuve a punto de entrar al bosque, me giré. Le vi arrodillado en la nieve lloriqueando. Sinceramente, yo hice lo propio durante todo el camino.