domingo, 25 de septiembre de 2011

Capítulo 3 - Sí, Seattle


 Sólo podía pestañear. Y con mucho esfuerzo, la verdad.

 Diane me miraba impasible.

 Tuve que romper mi silencio.

 -¿Entonces… por qué? –pregunté. Cada vez estaba más confusa. Ella fijó la mirada en el suelo.
 -Fue Pete. Te tiene mucho cariño. Pero hay algo que no sabes. Desde que murió tu madre y te dejaron en manos de tus tíos… ha estado muy raro. Muy misterioso, ¿entiendes?
 -Espere. ¿Está diciendo que él conocía a mi madre?
 -¿Nunca te ha extrañado que te tratase de una manera tan… especial?

 Increíble. Esta conversación se estaba volviendo loca.

 -Al grano, por favor –supliqué. Pasó un poco de mí.
 -Sadie… Él no podía permitir que te quedases sola. Y ha estado investigando.

 No la interrumpí. Esperé a que siguiese hablando. Pero parecía no tener previsto hacerlo. Cogí aire. Mi cerebro necesitaba una buena dosis de oxígeno.

 -Agradezco toda esta información irrelevante, Srta. Robinson –gruñí ásperamente. No estaba dispuesta a perder el tiempo-. Pero, si es usted tan amable, ¿me puede decir por qué demonios me tengo que ir DE AQUÍ?

 Quise destacar que estaba muy a gusto en Liverpool. Y que lo estaría incluso sin hogar.

 -Las investigaciones que Pete ha estado haciendo todos estos años han dado sus frutos, Sadie. Lo ha encontrado.
 -¿Qué ha encontrado EL QUÉ? ¿El oro de los mayas? ¿A Dios? ¿EXTRATERRESTRES? –Estaba absolutamente impaciente. Diane se iba por las ramas de lo lindo.
 -A tu padre.

 Me cambió totalmente el semblante. De la mueca de angustia a la de “estás-de-broma-¿no?” en tres milésimas de segundo. Todo un récord. Por supuesto no hubo ninguna reacción por mi parte.

 -Sadie, creo que sería bueno que fueses y hablases con él…
 -¿No le parece un poco excesivo ir hasta Seattle sólo para hablar con alguien? –Fue lo único que conseguí articular. Y creo que me quedó muy bien.
 -Todo corre a nuestro cargo.
 -¿Y quiénes son, exactamente, “nosotros”?
 -Pete y yo.
 -¡Esto es surrealista! ¿Se está escuchando? En resumidas cuentas está diciendo que va a pagar una pasta para que yo pueda ir a hablar con alguien a quien ni siquiera conozco.
 -No sólo hablar con él, Sadie. Pensamos que podrías quedarte allí algún tiempo. Recuperar el tiempo perdido.
 -¿Tiempo perdido? ¡Ese tío nos abandonó! ¡Ni siquiera esperó a que yo naciese! ¡Es un cretino! Francamente, preferiría que la historia de la “terrible muerte“ en la Unión Soviética fuese cierta.

 Noté una pizca de comprensión en la mirada de Diane. Sabía que lo hacían por mi bien, pero odiaba que se metiesen en mi vida.

 -Vale, Sadie. Hagamos un trato. Si vas a Seattle, yo te prometo que, si no te gusta lo que ves, puedes quedarte a vivir conmigo hasta que encuentres un lugar mejor. El tiempo necesario.

 Una idea perversa se pasó por mi cabeza.

 -No estoy del todo satisfecha…

 Ella respiró hondo. Me conocía más de lo que yo pensaba.

 -Está bien. Puedes llevarte a Honey.

 Sonreí.

*          *          *

 Salí de nuevo del edificio. La temperatura seguía siendo gélida, pero no me importó. Ni siquiera sentí el frío. Salí corriendo. Sabía perfectamente dónde se encontraba Honey.

 El recinto de Strawberry Field era increíblemente grande, y había algunos recovecos que Honey, Gaël y yo calificábamos como secretos. Absolutamente nadie más los conocía; eran “terreno virgen”, según palabras de Ho.

 Bien, yo buscaba uno de nuestros preferidos: la Casa del Árbol. Juro solemnemente que la encontramos así cuando llegamos: alguien se aburrió demasiado allí. Era un lugar de difícil acceso. Tenía que atravesar un tramo de bosque, bajar por una especie de pared rocosa en miniatura y cruzar un estanque angosto con ayuda de unas piedras medio sumergidas en las aguas. Era lo más. Después, tenía que internarme de nuevo en la espesura del bosque para llegar a un pequeño claro maravilloso. Había cientos de rosas adornando la hierba. Y de todos los colores. Era un paraíso olfativo, y un lugar de completa calma. Dudábamos que eso perteneciese al terreno de Strawberry Field, pero, sinceramente, nos la sudaba.


Aparté la última rama de pino que me obstaculizaba y se rindió a mis pies mi pequeño País de las Maravillas. Escudriñé el interior de la cabaña y adiviné una silueta en movimiento. Espera… ¿una o dos? Corrí a la escalerilla de la Casa del Árbol. Trepé con algo de dificultad. Acordamos que cambiaríamos los peldaños, pero quedó en el olvido. Nos gusta jugarnos las extremidades. Un último impulso y… ¡arriba!

 Ups, fallé. Me quedé colgada de aquello de una forma bastante ridícula. No me podía ni mover. Cuando empecé a decir cosas… digamos, inapropiadas, apareció Ho.

 -¡Gaël! ¡Tenemos un polizón! –gritó con voz de pirata.
 -¡A los tiburones! –respondió él entre risas. Yo me desesperaba.
 -¡Sir Francis Drake y compañía, cómo no! –suspiré apesadumbrada. Gaël se arrodilló y me levantó sujetándome de la cintura.
 -Ven, Sadie, mira lo que estamos haciendo –exclamó Honey con las manos manchadas de rojo.
 -¿Qué llevas en las manos? ¿Estáis sacrificando animales o qué?

 Honey me cogió de la mano. Me la pringó entera de aquello. ¿Qué era? ¿Pintura? Entramos a la velocidad de la luz a la Casa del Árbol. Estaba llena de huellas rojas.

 -¿Y… esto? –pregunté mirando a mi alrededor. Honey sonrió soberbiamente.
 -Es para que nos recuerden, ¡para que sepan que aquí hubo gente guay!

 No pude impedir que una sonrisa emergiese de mis labios. Honey era de lo que no hay.

 -Sois increíbles… -dije riendo. Gaël entró.
 -Te hemos dejado una pared para ti. Sé original.


 La verdad, no tenía costumbre de pintar en las paredes como Honey, pero me entró el gusanillo. Observé que ella había escrito: En memoria de una hippie. Paz, hermanos: Es difícil ser libre, pero cuando funciona, ¡vale la pena! –una célebre frase de Janis Joplin-. Y Gaël una frase en francés de la cual no supe su significado jamás. Estuve dejando mis huellas por aquí y por allá reservando una sección para unas palabras. Por supuesto, escribí: Sadie Carroll, rockera pateaculos, estuvo aquí.


 Justo debajo, en letra algo más pequeña anoté con el dedo: Después se piró a Seattle con la loca de la pared de al lado.

 Giré sobre mí misma y me encontré con las caras de estupefacción de Honey y Gaël.

 Quizá fui un poco brusca. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

Capítulo 2 - ¿Seattle?


 -¿De qué hablas? –pregunté curiosa.
 -Esta mañana, cuando he llegado, me he encontrado a Pete –Pete era el director de Strawberry Field por aquel entonces-, ¡y me ha contado que te han concedido una beca para estudiar en la Seattle Central Community College!
 -¡¿Qué?!
 -Sí, han llamado esta mañana. Dicen que estás más que capacitada. Y que te prepares pronto. Tu avión sale dentro de dos días.
 -¡Eh, eh, para el carro! ¡Yo no he solicitado ninguna beca! ¡Y menos a Seattle!
 -Pues a mí Pete me ha dicho que…
 -¡Habrá dicho misa, pero yo no pienso irme a ninguna parte! –gruñí. Salí de la habitación dando un portazo. ¿Qué me estaba pasando? ¡Era una oportunidad que no podía rechazar! En tan sólo dos días cumplía los dieciocho –además de salir el dichoso avión-. Después, me quedaba en la calle.

 Salí al patio del internado. Una ráfaga de viento helado me caló hasta los huesos. Me abracé a mí misma y seguí mi camino. No podía pensar con claridad. No sabía si era el frío, la confusión o la sorpresa; pero mi mente no funcionaba como era habitual. Eso me chocó. ¿Tanto me importaba dejar Liverpool? ¿Dejar Europa? Nada me ataba allí. Ni mi familia inexistente, ni mi hogar, que pronto dejaría de serlo. Pete me lo dejó muy claro: yo no sería una excepción.

 Cerré los ojos. Deseé desaparecer. Del mundo. ¿Por qué tenía que ser YO? ¿Por qué Luke se marchó? ¿Por qué mamá murió? ¿Por qué lo que me quedaba de ‘familia’ me rechazó? Me odiaba a mí misma. En ese momento recordé las largas noches en vela que pasé con Honey y con Angie. Me apoyaban. Me querían. Entonces lo entendí todo. Ellas. Eran todo lo que me quedaba en Liverpool, en mi vida; eran mi familia. Honey, una hermana, y Angie, una segunda madre para mí. Sin quererlo dejé caer los brazos y una lágrima recorrió mi rostro. En dos días me quedaba sola en el mundo. Y no podía hacer nada.

 Sentí un crujir de hojas a mi espalda. Frené en seco y me giré precavidamente.

 -Sadie… -dijo. Vi a Honey con mi cámara en alto. Acababa de hacerme una foto. No pude evitar sonreír.

 Me acerqué a ella.

 -Hola… -murmuré casi inaudiblemente.
 -¿Qué ocurre? –me preguntó preocupada. Algo muy raro en ella. La serenidad era su máxima.
 -Incluso yo me lo pregunto… Pero es que la sola idea de dejaros atrás… me aterra -dije con la mirada fija en el suelo sin hacerle caso. La miré. Me dedicó una tierna sonrisa de compresión.
 -Sadie, te entendemos. Todo lo que has pasado… No te podemos echar nada en cara. Te queremos y te querremos. Te vayas o no. Sabemos que has tenido que dejar a muchos seres queridos en el camino, pero… Deberías irte.

 Volví a retirar la mirada. No sabía qué hacer, qué pensar. Todo era tan extraño. Mi cabeza era una orgía de pensamientos contradictorios. Fruncí el ceño.

 -¿No te parece… raro? –pregunté, ni siquiera a ella, a mí misma. Tenía que oír mis propios pensamientos para entenderlos.
 -¿El qué?
 -De pronto, dos días antes de quedarme sin casa, Angie me dice que me han concedido una beca que nunca he solicitado –Por fin me funcionaba el cerebro. La razón volvió a mí.
 -¿Crees que fue Pete?
 -Lo dudo mucho… -me sinceré.
 -O… quizá algún profe lo hizo por ti. Ya sabes, todos te adoran y siempre dicen que algún día serás alguien, y…
 -¡Honey! ¡Eres un genio! –Le di un beso en la mejilla.

 Honey se quedó con los ojos como platos. Yo reí y salí corriendo. Era más que evidente. Diane –también llamada Srta. Robinson- era mi profesora de Literatura. Era una mujer joven, risueña y dulce. Éramos como uña y carne. Solía decirme que yo era como una hija para ella, puesto que ella no podía concebir su propio retoño. Quería lo mejor para mí. Fue ella. Estaba segura al ciento diez por cien.

 Entré en el internado como una exhalación. Crucé decenas de pasillos y decenas de vigilantes me gritaron que no podía correr así. Les ignoré. Tenía que darme prisa. Si pillaba a Diane en clase, ya no podría hablar con ella en todo el día. Sólo me quedaba doblar una esquina. Derrapé y frené. Nadie. Ese día tenía clase en la 566. Me asomé por la ventana de la puerta. El aula estaba vacía. Miré a mi alrededor y puse la mano en el pomo. Me dispuse a abrirla cuando, a su vez, una mano se posó sobre mi hombro.

 Pegué un salto.

 -¡Sadie! ¿Qué pasa? –Era ella.
 -¡Srta. Robinson!

 Ella me miró confusa.

 -¿Sí…?
 -¿Podemos hablar? –le pregunté nerviosa.
 -Claro, Sadie. Dime.
 -No, aquí no… Verá, es un tema algo delicado…

 La noté preocupada. Asintió. Entramos en su despacho.

 Se dirigió a su escritorio. Me señaló una silla justo enfrente suyo. Me senté. La habitación no era demasiado grande, algo normal. Paredes pintadas de beige, muebles carcomidos y marcos vacíos. Siempre estuvieron así. Una lamparita inundaba de luz el despacho. Las ventanas estaban cerradas.

 -Bien, ¿qué ocurre? –me preguntó apoyando la barbilla sobre sus manos. Yo vacilé. ¿Cómo pretendía preguntarle aquello con normalidad? Me toqué el pelo en busca de una respuesta.
 -No lo sé. Dígamelo usted –se me ocurrió. Ella se mostró recelosa.
 -¿Cómo dices…?
 -En serio, ¿qué le pasa? ¿Por qué me quiere mandar a América? –solté. Sentí cómo la furia se apoderaba de mí. Fui al grano. Nada me preocupaba ya.

 Se le endurecieron las facciones. Se tensó.

 -¿América? ¿Qué…?

 Me levanté de un salto.

 -¡Vamos! No disimule, por favor. Sé que ha sido usted. ¡No se lo echo en cara, pero ACÉPTELO! –rugí dando un golpe sobre la mesa. Se sobresaltó. No articuló palabra. Tuve que insistir-. ¿Por qué solicitó una beca a Washington sin mi permiso?
 -Sadie. No hay ninguna beca. La Seattle Central Community College ni siquiera sabe que existes. Es por otra cosa por lo que debes ir allí.

 Me quedé muda. 

martes, 13 de septiembre de 2011

Capítulo 1 - Strawberry Field


 Los pájaros no cantaban, hacía frío, el cielo era gris y yo había tenido una noche horrible. Mis migrañas nunca desaparecerían, cosas de la vida. Me froté los ojos bostezando y miré a mi alrededor. Papel de pared algo desgastado, muebles de los 70 y una vieja foto de ella. Hacía diez años que estaba aquí. Me quedé huérfana a los 7 años. A ella le gustaba fumar. Le costó caro. Se llamaba Scarlett Carroll. Según las fotos y mis lejanos recuerdos, era una mujer muy guapa. Rubia, siempre con los labios pintados de carmín, elegante. Sobre mi padre… tenía poca información. Sabía que se llamaba Luke Maxwell y que era marine americano. También tenía una foto que guardó mi madre en secreto hasta el día de su muerte. La encontró mi tía Hortence de casualidad cuando limpiábamos la casa. La tiró a la papelera murmurando. En cuanto salió de la habitación, la rescaté y la metí debajo de mi almohada. Siempre ha estado allí. No sé por qué, pero me inspiraba confianza, tenía una sonrisa sincera. Aunque siempre he sabido que nos abandonó. Cuando se enteró de que mi madre estaba embarazada, se volvió a Estados Unidos en un buque de la Marina. Mi madre me contó que lo destinaron a una misión en la RSS de Ucrania y murió allí. Yo la creí fervientemente. ¿Por qué habría de desconfiar de ella? Al fin y al cabo se encargó de mí enfrentándose a toda su familia, no me dio en adopción. La quería. Mucho. Tabaco, maldito tabaco.

 Lo cierto es que aún me quedaba familia. Mi tía Hortence y el viejo Gill. Nunca me soportaron, era una bastarda; sí, así me llamaban, era una bastarda inútil que me dedicaba a chuparles la sangre por culpa de mi madre, la golfa. Ahora me habrían resbalado sus palabras, a los 8 años no te lo tomas tan a la ligera. Lo pasé de pena; todas las noches lloraba en la cama. El primer año no fue tan malo, únicamente me ignoraban. Pero fue a peor, así que me internaron en Strawberry Field y se olvidaron del tema. Hace casi 10 años que no sé nada de ellos. Ni ganas.

 Levanté la vista. Una grieta recorría el techo en diagonal. No era profunda. Larga como mi estancia en el internado. Superficial como mi vida social. Sólo he tenido una amiga en toda mi vida: Honey Applewhite, una hippy medio loca amante de los Beatles y de Janis Joplin que vestía de manera bastante extravagante y pintaba en las paredes. Era muy creativa, pintaba cualquier detalle que le impactaba: desde un mosquito zumbándole en la oreja hasta el mismo Big Ben. Aunque eso de utilizar como lienzo la propia pared le traía ciertos problemas. Yo, en cierto modo, me parecía a ella. Siempre llevaba mi cámara Leica M3 conmigo y fotografiaba cada instante de mi vida. Era de mi abuelo materno, Clint Carroll, que la compró en Nueva York en 1954. Me sorprendía que aún funcionase. Hacía fotografías en color, pero con cierto halo de nostalgia. Jamás salía sin ella en el bolso.

 La cogí. Había visto algo que no estaba cuando me acosté. Honey había hecho de las suyas. Al lado del tocador había dibujado con carmín el rostro de un chico. A la derecha, una frase: Piece of my heart, una canción de Joplin. La verdad, no tenía ni idea de quién era ese chico, pero ya tenía preparada mi cámara para retratarlo. Sonreí mientras miraba por el visor y enfocaba. Apreté el disparador, algo crujió y me sobresalté. La cámara se zarandeó.

 -¿Qué haces, tía? –preguntó Honey desde su cama alborotándose el pelo. Me volví frunciendo el ceño.
 -¿Qué ha sido ese ruido?
 -Los muelles de la cama, pequeña. Que ya tiene sus trotes –Le encantaba decir cosas raras.
 -¡Mierda! Seguro que la foto ha salido borrosa.
 -Va, no te preocupes por ese cacharro. Dame ropa.

 Puse los ojos en blanco. No era raro que me pidiese que le pasase algún trapito. A ella le daban igual las combinaciones de colores, los estampados y las texturas; sólo utilizaba la ropa para mantener su temperatura corporal. Le pasé unos pantalones vaqueros y un jersey de lana de colores. Ella seguía en la cama bostezando.

 -Bien, bien, Sadie, ¿a que no sabes quién es? –preguntó con una media sonrisa impresa en la cara señalando hacia la pared.
 -Pues, la verdad…
 -Oh, tía. ¿Me tomas el pelo? ¿Tan mal dibujo que no reconoces al mismo Gaël Bouvier?

 Entorné los ojos mirando fijamente el rostro de aquel tipo. Efectivamente, se trataba de él. El chico más bohemio del internado. Un francés que tocaba la guitarra como nadie.

 -¿Y eso tan cursi?

 Honey asomó la cabeza por el cuello del jersey.

 -¿Cómo dices…?
 -Piece of my heart. ¡Normalmente sueles ir más al grano!
 -¡Oh, cállate!

 Me tiró la almohada. Casi me caí de culo.

 Alguien tocó a la puerta.

 -Abre la puerta, palomita –me pidió abrochándose los pantalones.

 Golpeé el pomo con desgana y tiré la puerta hacia mí. La vigilante de nuestro pasillo entró como una exhalación. De nuevo, estuve a punto de caerme.

 -¡Angie! –grité intentando mantener el equilibrio.
 -¡Buenos días! –exclamó a toda prisa. Abrió las cortinas de una sacudida. La luz me golpeó las retinas con brutalidad y me cegó durante unos instantes.
 -¡Ay! –Volví a gritar; las mañanas en Strawberry Field solían ser mucho más tranquilas. Honey salió del pequeño baño –simplemente una taza de váter y un lavabo; había una ducha comunitaria en cada pasillo- con el ceño fruncido y el cepillo de dientes en la mano.
 -¡Eh, tía! ¿Qué te ha dado? –dijo no sin cierta dificultad.
 -¡Tengo una noticia maravillosa, Sadie! –exclamó con una sonrisa radiante sin dejar de mirarme.