-¿Has cogido la cámara de fotos? –me preguntó
Honey colocándose las vendas del tobillo. Se hizo un esguince cayendo de la
Casa del Árbol. Un recuerdo más que Honey tendría que soportar de aquel
insufrible día.
-¿Cuándo no lo hago? –respondí risueña. Ella
me devolvió una sonrisa débil y distraída. Suspiré: Gaël fue un cerdo con ella.
Le presioné ligeramente el brazo como gesto de solidaridad. Ella desvió la
mirada intentando ordenar sus pensamientos y recogió su pequeña maleta de un
tirón.
-¿Nos vamos? –me preguntó con energía
renovada. No esperó una respuesta, algo típico en ella: sencillamente se puso
su chaqueta preferida, verde de paño, y empezó a andar, pretendiendo que yo
siguiera sus pasos. Era comprensible, quería marcharse de allí lo antes posible.
He de ser sincera: yo también.
Así que lo hice, la seguí con timidez,
apretando fuertemente el asa de mi maleta de piel. Estaba asustada,
lógicamente: país nuevo, vida nueva. Ni siquiera estaba segura de que nos
fueran a proporcionar un lugar donde vivir. ¿Qué narices estaba haciendo?
Ella estaba unos tres metros por delante, como
siempre con ventaja. El tap, tap, tap
de nuestros pies sobre la moqueta me estaba matando. El silencio en momentos de
tensión es lo más incómodo habido y por haber: te da por pensar. ¿Que en qué
pensaba yo? En todo y en nada al mismo tiempo. ¿Qué haría cuando viese a mi
padre? ¿Realmente lo encontraría? ¿Cómo me ganaría la vida allí? ¿Iba a dejar
de estudiar así, por las buenas? Cientos y cientos de pensamientos negativos
inundaban mi mente. Pero mis pies no se frenaban, habían dejado de ser
apéndices de mi cuerpo hacía unos segundos. Simplemente funcionaban con el
mando a distancia del corazón.
-Chicas, ¿estáis listas? –Diane nos esperaba
apoyada en el marco de la puerta principal de la residencia. Honey asintió
decidida, yo bajé del cielo.
* * *
Un Renault 5 rojo nos esperaba a
las puertas del internado. En el asiento del piloto se sentaba un hombre
barbilampiño, con el cabello cobrizo salpicado de débiles canas. Cuando nos
vio, se colocó bien las gafas y sonrió, supongo que porque nos estaba esperando
desde hacía bastante tiempo. De pronto, sucedió. Me llevé las manos a las
sienes y las apreté con fuerza. Habían vuelto. ¡Las migrañas atacaban de nuevo!
Sin previo aviso, todo se emborronó, el mundo giraba a mi alrededor y yo no
podía pararlo. Después de arrodillarme en el suelo y encogerme del dolor mi
vista se apagó. Todo lo que veía era oscuridad; y lo que oía, voces entremezcladas
y alarmadas. Después, nada.
No estoy segura de por qué fue. ¿Nervios, o
quizá una simple casualidad? De lo único que estaba segura es que caí
desplomada delante de un coche rojo y me desperté tumbada en una incómoda cama situada
en una sala frívola que olía a hospital. La enfermería. Me recosté.
-¡Sadie! –gritó Ho ayudándome a incorporarme.
Me toqué la frente. Sentía un poco de pesadez.
-¿Qué ha pasado? –pregunté desconcertada.
-Te desmayaste antes de entrar al coche… Hemos
perdido el avión.
Sentí una punzada en el estómago.
-¿Y ahora qué vamos a hacer? –Me sentí
estúpida.
-De momento esperar a que te recuperes
–susurró Diane, sentada en un viejo sillón de piel negra-. No podemos
arriesgarnos.
¿Recuperarme? Sufría migrañas desde que tenía
memoria. No había recuperación posible.
-He aprendido a convivir con estas cosas, Srta.
Robinson. Vámonos.
-No puedo dejaros ir solas por las buenas,
Sadie. Me siento responsable de vosotras dos.
-¡Pero no lo es! Seguro que si vamos rápido
podemos conseguir dos billetes. Venga…
-¡He dicho que no, Sadie! Se acabó, todo esto
ha sido una locura. Mejor será que sigas pensando que tu padre está muerto.
Zas, en toda la cara. Aquellas palabras me
abofetearon tan fuerte que casi consiguieron que volviese a perder el sentido.
Aparté la mirada conteniendo las lágrimas. Ella salió de la habitación con el
rabo entre las piernas diciendo que tenía que preparar no sé qué y que vendría
a verme por la tarde. Ho la acompañó.
Quince minutos después reapareció Honey.
-Hola… -susurró con una sonrisa apagada. Era
su sueño y yo se lo había estropeado por un maldito dolor de cabeza. Mierda.
-¿Dónde están mis cosas?
Me refería a mi maleta.
-En aquel armarito –musitó señalando un mueble
de madera vieja.
Me levanté de un salto –ya me encontraba mejor-
y cogí mi maleta. Miré a Honey, que se había sentado en el sillón negro y
jugueteaba con sus dedos. Suspiré.
-¿A qué esperas? –le reproché. Me dedicó una
mirada inquisitiva-. ¡Mueve el culo, Honey Applewhite! ¡Nos vamos a Seattle!
Sonrió cansadamente, pensaba que estaba loca.
-Sadie, túmbate y duerme un poco, anda.
Necesitas descansar más –Se reía.
Fruncí el ceño.
-Hablo muy en serio, Honey. Y si tú no vienes,
me voy yo sola.
Acto seguido, miré por la ventana de la
puerta. No había moros en la costa. La abrí y seguí el pasillo que conducía a
la puerta exterior.
Unos segundos después noté los pasos de Honey
siguiéndome. No se lo creía, estaba claro. Torcí a la izquierda, dejando la
salida a nuestra derecha.
-¿Dónde vas, Sadie? –me preguntó Ho.
-Alguien nos tendrá que llevar al aeropuerto,
¿no?
La última habitación del pasillo, la puerta 661.
La habitación de Angie.
-¡Angie! ¡Despierta! –grité aporreando la
puerta. Ésta se abrió poco a poco unos instantes después.
-¿Sadie? ¿Honey? ¿Qué hacéis a estas horas
despiertas? ¡Un domingo!
Miré el reloj. Las seis en punto.
-¡Nos vamos a Seattle! Necesitamos que nos
lleves al aeropuerto o perderemos el avión –Mentira número uno. Lo habíamos
perdido hacía hora y media.
-Oh, es cierto… ¿Y Diane? Me dijo que se
ocuparía ella.
-Está enferma, no puede ni levantarse de la cama,
nos ha dicho que te lo pidamos a ti, ella te devolverá el favor –Mentira número
dos. Y gorda. Me sentí mal, pero tenía que hacerlo.
-Está bien… -dijo aún sin poder creérselo-. Me
visto en cinco minutos.
Entró de nuevo a la habitación y cerró la
puerta.
-Increíble, Sadie, ¡nunca te había visto tan
metida en el papel! -rió Ho. La empujé suavemente.
-Aprendí de la mejor.
Me sobresaltó el chirrido de una puerta. Miré
hacia la 661, pero no era Angie. Me volví hacia el principio del pasillo. Era
Diane cerrando una puerta. No teníamos escapatoria, si nos veía, nuestro plan
se iría al traste. Como acto reflejo, no metimos detrás de una de ésas plantas
de interior que tanto abundaban en la residencia del profesorado de Strawberry
Field; por supuesto, en la de alumnos no había decoración alguna.
-Bendita jardinería –musitó Honey. Reprimí una
risita. Unos treinta segundos después escuchamos unos pasos alejarse.
En ese mismo instante, Angie abrió la puerta.
-Bueno, vámonos, pero aviso, mi coche no es un
Rolls… Royce. ¿Qué hacéis ahí metidas?
-Pueees… Esto, sí…
-Echaremos de menos estas plantitas, ¿sabes?
Es nuestra manera de despedirnos –Honey SIEMPRE tiene una respuesta.
-Vale, tías, lo que vosotras digáis… ¡Venga,
levantad los culos de ahí, que no tengo todo el día!
El aparcamiento estaba en la parte trasera de
la finca, y estaba algo descuidado. Montones de matojos muertos y retorcidos se
revolvían entre los barrotes de metal que limitaban las plazas. Pero a nadie le
importaba. ¿Qué se podía esperar de un aparcamiento al aire libre? Debía ser
muy caro mantenerlo bonito, y nadie se fijaría.
Angie nos guió hasta un Simca 1000 azul
metalizado. Bueno, en su momento fue azul metalizado, cuando nosotras lo vimos
era de un azul apagado con manchas grises.
-Tiene once añitos, no lo juzguéis por su
apariencia –dijo acariciándolo.
Arrancó no sin dificultad y dio marcha atrás
bruscamente. Nos habíamos topado con una loca al volante.
-¡Agarraos fuerte, chicas!
Fue el viaje más agitado de mi vida. Angie no
sólo superaba el límite de velocidad, sino que tomaba las curvas a su antojo y ponía
la vida de peatones inocentes en peligro; para ella los semáforos servían para
decorar las calles por la noche, como en Navidad –palabras textuales.
Me agarré tan fuerte a la puerta que estuve a
punto de desencajarla, cosa no muy difícil teniendo en cuenta el estado del coche.
Honey cerró los ojos, juraría que estaba rezando, y Angie no paraba de gritar a
los demás conductores.
-¡Vuelve a la autoescuela, imbécil! ¿Te dieron
el carnet en una rifa, o qué? –Lo decía en serio.
Siendo sincera, me lo pasé bien. Pero agradecí
el contacto con la tierra firme al llegar al Liverpool John Lennon Airport,
donde nuestros caminos se separaron.
-Chicas… Espero que tengáis mucha suerte, de
verdad. Sois las mejores internas que he tenido y… os echaré de menos –De vez
en cuando se ponía melancólica. Honey y yo nos miramos, conmovidas.
-Te queremos, Angie –dijo ella-. Nosotras
tampoco te olvidaremos. ¡Y te mantendremos informada de nuestras aventuras por
Estados Unidos!
Reímos. Angie estaba a punto de llorar. Nos
abrazamos muy fuerte y nos dimos ánimos las unas a las otras.
-Sadie, suerte con tu padre. ¡Os quiero! –dijo
arrancando el coche. No era consciente. Aún no lo era. ¿De verdad vería a mi
padre? Diane nunca me llegó a dar su dirección. Sólo tenía su nombre, y no
sabía si era el de verdad. ¿Me serviría de algo en una ciudad tan grande? ¿Qué
haríamos al llegar allí?
Nos sentamos en un banco. Ya habíamos perdido
el avión y necesitábamos reflexionar. Honey abrió su maleta, pero yo no me di
cuenta hasta que no me tendió un papelito con un nombre completo y un teléfono.
Luke Thomas Maxwell.
-Diane lo tiró a la papelera cuando salió de
la enfermería. Te conozco y sabía que no te rendirías. Lo rescaté por ti.
Me quedé muda, mirándola. Ella dirigió la
vista al frente. Hice lo propio.
Nos quedamos diez minutos sentadas bajo una
tenue lluvia invernal, pensando. Nunca más volvimos a tener contacto con Angie,
ni con Diane, ni con Pete, el director. Y mucho menos con Gaël.