lunes, 7 de noviembre de 2011

Capítulo 5 - Honey

 Escrito por Honey. 


 Me encontraba algo aturdida por la temperatura, aquel fue un día especialmente frío. Caminaba sin rumbo entre los árboles, desconectada del mundo que me rodeaba. Ni siquiera era consciente de que me estaba dirigiendo a la Casa del Árbol de manera mecánica; mis pasos estaban dirigidos por el entumecimiento de mis músculos y por una mente en blanco que no podía razonar. Bajo mis pies, la nieve y las ramas crujían; pequeños brotes de hierba asomaban y las rápidas ardillas recogían las bellotas que habían caído de los árboles.

 Después de cruzar el estanque saltando de piedra en piedra procurando entrar en calor, llegué al bosque. Fue entonces cuando una veloz sombra entre la maleza llamó mi atención. Hasta ese preciso momento, mi cerebro no había reaccionado a un solo estímulo. Pero aquello fue diferente. Me pareció que la enigmática figura se dirigía al claro, a nuestra cabaña. Sin pensármelo dos veces, la seguí corriendo.

 Salí del bosque como una exhalación y el aire fresco del pequeño claro me azotó el rostro dejándome las mejillas coloradas. Sigilosamente me acerqué a la Casa del Árbol buscando alguna presencia en ella. Subí los peldaños de la podrida escalinata de uno en uno deseando que soportasen mi peso. Su estado era lamentable. Ya dije que había que arreglarlas.

 Entonces di un paso en falso y el pie derecho se me resbaló. El peldaño del que me aferraba se partió por la mitad, haciendo que cayese de espaldas. Por suerte o por desgracia, mi pie izquierdo quedó sujeto de manera increíble a uno de los escalones, gracias a la cuerda que los sujetaba. De modo que terminé colgada boca abajo sin poder moverme. Eso sí, no salió ni una palabra de mi boca. Me había tomado en serio aquella misión de espionaje.

 Me empezaba a doler la cabeza. La notaba hinchada. Hinchada y roja. Después de varios intentos de librarme del lío que se había montado en mi pie, me impulsé con fuerza y conseguí agarrar la escalera. Logré librarme de la cuerda, pero, al sacar el pie, noté que me dolía el tobillo. Ahogué un alarido de dolor. ¡Seguro que me lo había doblado! Con el ceño fruncido y mucha fuerza de voluntad, conseguí llegar arriba del todo. Me aferré a los tablones de madera del suelo de la Casa del Árbol con todas las fuerzas que me quedaban. Respiraba entrecortadamente, así que intenté relajarme cogiendo una gran bocanada de aire. Al hacerlo levanté la vista. Lo que vi me dejó helada. Era Gaël. Con una chica. Se besaban apasionadamente. Él la cogía con fuerza de la cintura. Ella le desabrochaba la camisa.

 Bajé lo más rápido que pude de allí. No podía ver más. ¿Qué estaba pasando ahí? ¿Por qué me estaba haciendo aquello Gaël? No pude evitar ponerme a llorar. Y no lloraba desde los nueve años, cuando Leslie Thompson –una niña dos años mayor que yo- me pegó un puñetazo en el ojo. Me enjugué las lágrimas, pero seguían brotando, sin control, de mis ojos enrojecidos. Pensé en volver al internado, pero cuando me puse a andar, tropecé y caí. Y me quedé allí tirada. Llorando.

 Todo aquello no eran paranoias de un amor platónico. Hacía dos meses que Gaël me pidió que fuera su novia. Y hacía seis que nos veíamos a escondidas en los baños comunitarios, como dos fugitivos. Por supuesto, Sadie no sabía nada. No queríamos que nada cambiase entre nosotros tres, así que, decidimos guardarlo en secreto. Pero el me juró su amor. Y esto… me superaba.

 No sentía nada más que el frío contacto con la nieve. Quería levantarme, la cara se me estaba paralizando. Pero no llevaba guantes, por lo que para entonces mis manos estaban agarrotadas e inservibles. Desistí.

 En ese momento escuché unas pisadas a mi espalda. Y voces.

 -¿No vienes, cariño? –preguntó la voz femenina.
 -No… me quedo un rato por aquí. Me apetece pasar un tiempo solo.
 -Como quieras, amor. Pero cuando vuelvas serás todito mío.

 Después, noté que alguien se aproximaba. Asustada, rodé sobre mí misma cayendo por un escalón natural de tierra y hojas secas, y ocultándome tras un matorral. Me acerqué un poco a un agujero que formaban las ramas para tener mejor visión. De pronto, apareció la chica. Pelo negro y lacio, botas cobrizas de montar a caballo y mucha prepotencia. Sin ninguna duda aquella era Leslie Thompson. La del puñetazo. Empecé a llorar de nuevo. Esta vez con más fuerza. La vi desparecer en la espesura del bosque, y salí de mi escondite de un salto, rabiosa.

 Vi a Gaël sentado en una piedra, con el rostro enterrado entre las manos. No sabía si estaba llorando, o simplemente quería pensar. Me dio igual. Me acerqué a él dolida, le aparté las manos de un golpe y le miré fijamente.

 Sus ojos tristes pronto se tornaron inquisitivos e, inmediatamente después, adquirieron un toque de arrogancia.

 -Tú –susurró mirándome inalterable. No me lo podía creer. Enfocó la vista al suelo. Sólo reaccioné intentando darle un bofetón. Me paró cogiéndome de la muñeca sin desviar ni un milímetro su mirada. De nuevo no pude evitar lloriquear. Volvió a dirigir la vista a mí.
 -Te odio –musité entre dientes. Él me dedicó una media sonrisa insolente. ¿Por qué se comportaba de manera tan infantil?
 -¿Por qué?
 -¿De verdad crees que es necesario responder a eso? ¿POR QUÉ NO SE LO PREGUNTAS  TU AMIGUITA? –Cada vez lloraba más y más.

 Enmudeció. Pero me di cuenta de que no era por vergüenza o arrepentimiento. Era simple diversión.

 En ese mismo instante tuve la imperiosa necesidad de darle lo que se merecía. Puse las palmas de mis manos sobre su pecho y empujé. Se cayó hacia atrás de manera ridícula.

 -¿Por qué te haces la víctima? –gritó levantándose de un salto. Yo di un paso atrás, su semblante parecía amenazador.
 -¿Que por qué…? ¡Te lo estabas montando con Leslie Thompson en NUESTRO refugio! ¡Es un símbolo de nuestra amistad, de nuestra vida y de nuestra unión! ¡Y TE ATREVES A PROFANARLO ASÍ! Por no hablar de…
 -¿De qué? ¿Eh? –dijo aproximándose. Yo no me moví. No pude.
 -Me dijiste que me querías…
 -¡Y tú a mí! –Se volvió loco-. ¡Y te vas a Seattle mañana mismo!

 De pronto mis pensamientos se ordenaron de manera prodigiosa. Un soplo de viento me revolvió el pelo.

 -¿Todo esto que has montado es por eso? ¿Porque Sadie y yo nos vamos? Ya hablamos de eso, Gaël, cuando Sadie se fue. Tú no puedes venir. Aún tienes 17 años. Y me dijiste que no te importaba esperar hasta enero. ¡No es tanto tiempo!
 -No quiero marcharme. Quiero quedarme en Liverpool. Esos malditos yanquis están destrozando el mundo. Guerras, opulencia, odio. ¿Crees que quiero vivir en un lugar así? ¡Lleno de asesinos! –Casi sin darse cuenta me tenía cogida con fuerza de las muñecas. Me miraba ceñudo.
 -¿Qué? Si no quieres venir no me eches la culpa a mí –dije intentado zafarme de él. No lo conseguí.
 -¿Y por qué debería irme? ¿Tengo que ser yo el único que hace esfuerzos por salvar esta relación? –Me soltó.
 -¿ESFUERZOS? ¿Qué esfuerzos estás haciendo? ¡Te has enrollado con otra! –sentía que me moría. Él suspiró, se retiró el pelo de la cara y me dio la espalda con desdén. Cerré los puños.
 -Honey. Acéptalo. Ya no te quiero. Estamos haciendo el tonto… -dijo sin darse la vuelta. Reprimí un lloriqueo infantil. Sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos. Pero ya debía habérmelo imaginado. Ese cerdo arrogante…

 Se giró buscándome. Yo estaba en el mismo lugar que antes, inmóvil; con la mirada fija en sus ojos. Quería hacer algo, pero no sabía qué. No podía pensar, así que dejé que actuase mi instinto.

 Él desvió la mirada, era el momento perfecto. Me precipité hacia él y le propiné, con agilidad, un puñetazo en el ojo. Igual que Leslie Thompson.

 Se tambaleó, sobresaltado. Se cubrió el rostro con las manos, pero yo sabía que intentaba ocultar. Su llanto. ¡Sorpresa! Los chicos también lloran.

 Escupí en sus zapatos y me alejé de él con paso firme. Cuando estuve a punto de entrar al bosque, me giré. Le vi arrodillado en la nieve lloriqueando. Sinceramente, yo hice lo propio durante todo el camino.

domingo, 9 de octubre de 2011

Capítulo 4 - Sueños


Se creó un silencio incómodo entre nosotros. Efectivamente, fui muy brusca. Noté a Honey confusa, pero había una chispa de felicidad en sus pupilas. Siempre había querido ir a América, la cuna del movimiento hippie, y yo lo sabía. En cambio, el rostro de Gaël seguía siendo un interrogante. Honey intervino.

 -¿QUÉ DICES? ¿BROMEAS? –gritó esbozando una amplísima sonrisa. Yo asentí tímidamente.

 De pronto, comenzó a bailar, entonando la canción de Bruce Springsteen: Born in the USA con voz chillona. Me tapé los oídos sonriendo. La comprendía. Era la primera vez que salía de Reino Unido, de Liverpool. Llevaba casi once años allí encerrada, y eso, para una hippie liberal como ella, era la muerte.

 En cuanto a mí, no sabía que pensar. Los años que estuve interna en Strawberry Field fueron los mejores de mi vida. Siempre estábamos haciendo trastadas y volviendo loca a Angie. Nos pasábamos la vida en el despacho de Pete o en el de Diane, castigadas por culpa de terceras personas –¡malditos chivatos!-; lo bueno era que eran tan blandos que siempre nos daban la condicional.

 Tenía que aceptar que echaría de menos todo lo que concernía aquel lugar. Incluso la comida de la cafetería. Puaj.

         *          *

 Me senté en la cama. Me acababa de levantar. Era muy temprano, pero no podía dormir; estaba demasiado nerviosa. Tenía delante de mí un sin fin de fotografías tomadas entre aquellas cuatro paredes. Con Angie, con Honey, con Gaël… Cientos de locuras, miles de sonrisas. Pensé que no volvería a ser lo mismo, aunque estuviera con Honey. Me faltaría algo. Fue mi infancia, mi adolescencia… Había compartido mis experiencias con todas y cada una de las personas que habitan este edificio. No iba a ser fácil despedirme de eso con un simple portazo.

 De pronto, una fotografía resbaló de mi mano –tenía como treinta fotos en mi regazo-, se deslizó sobre la cama y flotó como una pluma hasta entrar en contacto con el suelo con un ligero golpe; cayó sobre un lateral y se desplazó unos centímetros sin tocar el suelo. Estaba bocabajo.
 Yo, molesta, la recogí. En ese mismo instante me arrepentí de haberlo hecho. Era él. Con una media sonrisa y una caída de ojos, su ropa de marine… Una sensación de rabia y resentimiento inundó mi ser. Pensé en mi madre, en todo su sufrimiento. No pude reprimir que una lágrima de odio recorriese mi mejilla. Olvidé mis miedos por salir de Strawberry Field y afronté la realidad con entereza: iría a Seattle, haría lo posible por hacerle pagar por todo lo que nos hizo y volvería a Liverpool con, probablemente, más pasta –le sacaría toda la que pudiese-, e, innegablemente, más dignidad. No sé cómo alguna vez confié en ese rostro arrogante.

 Solté la fotografía con furia hacia una esquina. Estaba muy enfadada, así que ni me volví para ver dónde había caído. Había una pequeña maleta rígida de cuero abierta y vacía a los pies de la cama. He de decir que nunca tuve puntería. Bueno, pues, por una vez en toda mi vida, la tuve. Por supuesto, no me di cuenta.

 Seguí ensimismada ordenando las fotos cuando se abrió la puerta bruscamente. Tanto, que golpeó la pared e hizo una pequeña muesca.

 Solté un gritito.

 -¡Lo siento! –se disculpó Honey con una montaña de ropa entre las manos. No le veía ni la cara. Evidentemente, había estado haciendo la colada.

 Solté las fotos y corrí a ayudarla.

 -¡Ya tenemos toda la ropa limpia! –Yo estaba alucinando. En la vida había hecho una colada, ¡y menos a las ocho de la mañana! Además, caminaba nerviosa de un lado para otro doblando camisetas a la velocidad del rayo.
 -Honey, ¿tienes fiebre? –pregunté preocupada. Ella se frenó en seco y me asesinó con la mirada. Sólo pude poner cara de idiota.
 -Sadie, sólo tenemos un día para organizar el viaje y tú estás ahí tirada. ¡Yo sólo intento ayudar!

 Puse los ojos en blanco.

 -Vale pues… no te preocupes –le dije arrebatándole toda esa ropa de las manos.
 -¡Eh! –me gritó.
 -Vete a dar una vuelta. Que te dé un poco el aire, que falta te hace –sentencié.

 Honey frunció el ceño y puso los brazos en jarras.

 -¿Y si no lo hago? –preguntó con un tono muy infantil. Desesperante.
 -Te quedas aquí. Para sieeeeeeeeeeeeeempre –Sobreactué. Me puso cara de pena-. ¡Fuera!

 Obedeció como una oveja fuera del redil. Suspiré, exasperada.

 Recogí toda aquella ropa que se había esparcido por la cama y la metí en las maletas. La mía era demasiado pequeña, así que tuve que meter todos mis LPs en dos cajas de cartón. Acto seguido me senté en la cama de nuevo. Estaba cansada. Miré a mi alrededor. Había una estantería repleta de libros que suplicaban que me los llevase conmigo también. Sentí pena. Eran todos mis libros; aquellos que me marcaron, que me hicieron reír y llorar. Que siempre estuvieron ahí. Desvié la mirada. Pensé que podía hacer una pequeña selección y llevarme unos cuantos. Pero eso sería después. Me tumbé en la cama y un profundo sopor se adueñó de mí haciéndome caer en las garras de los sueños.


 -¡Sadie! ¡Sadie deja eso y ven aquí! –gritó Scarlett a través de la ventana de la cocina. La pequeña obedeció bajando del columpio. Corrió entrando en casa y un intenso olor a comida inundó su menuda nariz. Cuando se asomó a la cocina observó a su madre haciendo pavo al horno.
 -¿Vamos a comer pavo, mami? –preguntó Sadie dulcemente. Pero no obtuvo respuesta ninguna.

 La niña, extrañada, insistió, pero su madre no la oía.

 -¡Mamá! –exclamó de nuevo tirándole de la falda. Entonces, Scarlett se volvió mostrando un rostro putrefacto. Nada quedaba de su hermoso semblante y su sincera sonrisa. Sadie gritaba. Su madre la miraba fijamente sin que su boca emitiese el más mínimo sonido. Acto seguido, desapareció haciéndose cenizas.

 -¡Ah! –grité incorporándome. Respiraba entrecortadamente y me dolía un poco la cabeza. Una gota de sudor frío recorrió mi espina dorsal causándome un brusco escalofrío. El pelo se me pegaba a la cara, estaba llorando.

 Me levanté atemorizada. Hacía cinco años que no tenía ese sueño. Cinco largos años en los que había conseguido olvidar aquella cara descompuesta, aquella mirada vacía. Sentí náuseas y corrí al lavabo.

 Vomité el agua que bebí a medianoche y me lavé la cara. Necesitaba despejarme. Necesitaba olvidar.

 Volví a entrar a la habitación, me apoyé en la pared y fui resbalando poco a poco hasta llegar al suelo. Cerré los ojos intentando poner la mente en blanco. Pero algo interrumpió mi meditación. Unos pasos en el pasillo, enmudecidos por la moqueta: alguien corría. De pronto, dejé de oírlos y se abrió la puerta. Honey entró como una exhalación sin molestarse en cerrarla y llorando como una magdalena.

 La miré, perpleja, buscando una respuesta.

 -Gaël –respondió. Yo seguía igual de confusa.


domingo, 25 de septiembre de 2011

Capítulo 3 - Sí, Seattle


 Sólo podía pestañear. Y con mucho esfuerzo, la verdad.

 Diane me miraba impasible.

 Tuve que romper mi silencio.

 -¿Entonces… por qué? –pregunté. Cada vez estaba más confusa. Ella fijó la mirada en el suelo.
 -Fue Pete. Te tiene mucho cariño. Pero hay algo que no sabes. Desde que murió tu madre y te dejaron en manos de tus tíos… ha estado muy raro. Muy misterioso, ¿entiendes?
 -Espere. ¿Está diciendo que él conocía a mi madre?
 -¿Nunca te ha extrañado que te tratase de una manera tan… especial?

 Increíble. Esta conversación se estaba volviendo loca.

 -Al grano, por favor –supliqué. Pasó un poco de mí.
 -Sadie… Él no podía permitir que te quedases sola. Y ha estado investigando.

 No la interrumpí. Esperé a que siguiese hablando. Pero parecía no tener previsto hacerlo. Cogí aire. Mi cerebro necesitaba una buena dosis de oxígeno.

 -Agradezco toda esta información irrelevante, Srta. Robinson –gruñí ásperamente. No estaba dispuesta a perder el tiempo-. Pero, si es usted tan amable, ¿me puede decir por qué demonios me tengo que ir DE AQUÍ?

 Quise destacar que estaba muy a gusto en Liverpool. Y que lo estaría incluso sin hogar.

 -Las investigaciones que Pete ha estado haciendo todos estos años han dado sus frutos, Sadie. Lo ha encontrado.
 -¿Qué ha encontrado EL QUÉ? ¿El oro de los mayas? ¿A Dios? ¿EXTRATERRESTRES? –Estaba absolutamente impaciente. Diane se iba por las ramas de lo lindo.
 -A tu padre.

 Me cambió totalmente el semblante. De la mueca de angustia a la de “estás-de-broma-¿no?” en tres milésimas de segundo. Todo un récord. Por supuesto no hubo ninguna reacción por mi parte.

 -Sadie, creo que sería bueno que fueses y hablases con él…
 -¿No le parece un poco excesivo ir hasta Seattle sólo para hablar con alguien? –Fue lo único que conseguí articular. Y creo que me quedó muy bien.
 -Todo corre a nuestro cargo.
 -¿Y quiénes son, exactamente, “nosotros”?
 -Pete y yo.
 -¡Esto es surrealista! ¿Se está escuchando? En resumidas cuentas está diciendo que va a pagar una pasta para que yo pueda ir a hablar con alguien a quien ni siquiera conozco.
 -No sólo hablar con él, Sadie. Pensamos que podrías quedarte allí algún tiempo. Recuperar el tiempo perdido.
 -¿Tiempo perdido? ¡Ese tío nos abandonó! ¡Ni siquiera esperó a que yo naciese! ¡Es un cretino! Francamente, preferiría que la historia de la “terrible muerte“ en la Unión Soviética fuese cierta.

 Noté una pizca de comprensión en la mirada de Diane. Sabía que lo hacían por mi bien, pero odiaba que se metiesen en mi vida.

 -Vale, Sadie. Hagamos un trato. Si vas a Seattle, yo te prometo que, si no te gusta lo que ves, puedes quedarte a vivir conmigo hasta que encuentres un lugar mejor. El tiempo necesario.

 Una idea perversa se pasó por mi cabeza.

 -No estoy del todo satisfecha…

 Ella respiró hondo. Me conocía más de lo que yo pensaba.

 -Está bien. Puedes llevarte a Honey.

 Sonreí.

*          *          *

 Salí de nuevo del edificio. La temperatura seguía siendo gélida, pero no me importó. Ni siquiera sentí el frío. Salí corriendo. Sabía perfectamente dónde se encontraba Honey.

 El recinto de Strawberry Field era increíblemente grande, y había algunos recovecos que Honey, Gaël y yo calificábamos como secretos. Absolutamente nadie más los conocía; eran “terreno virgen”, según palabras de Ho.

 Bien, yo buscaba uno de nuestros preferidos: la Casa del Árbol. Juro solemnemente que la encontramos así cuando llegamos: alguien se aburrió demasiado allí. Era un lugar de difícil acceso. Tenía que atravesar un tramo de bosque, bajar por una especie de pared rocosa en miniatura y cruzar un estanque angosto con ayuda de unas piedras medio sumergidas en las aguas. Era lo más. Después, tenía que internarme de nuevo en la espesura del bosque para llegar a un pequeño claro maravilloso. Había cientos de rosas adornando la hierba. Y de todos los colores. Era un paraíso olfativo, y un lugar de completa calma. Dudábamos que eso perteneciese al terreno de Strawberry Field, pero, sinceramente, nos la sudaba.


Aparté la última rama de pino que me obstaculizaba y se rindió a mis pies mi pequeño País de las Maravillas. Escudriñé el interior de la cabaña y adiviné una silueta en movimiento. Espera… ¿una o dos? Corrí a la escalerilla de la Casa del Árbol. Trepé con algo de dificultad. Acordamos que cambiaríamos los peldaños, pero quedó en el olvido. Nos gusta jugarnos las extremidades. Un último impulso y… ¡arriba!

 Ups, fallé. Me quedé colgada de aquello de una forma bastante ridícula. No me podía ni mover. Cuando empecé a decir cosas… digamos, inapropiadas, apareció Ho.

 -¡Gaël! ¡Tenemos un polizón! –gritó con voz de pirata.
 -¡A los tiburones! –respondió él entre risas. Yo me desesperaba.
 -¡Sir Francis Drake y compañía, cómo no! –suspiré apesadumbrada. Gaël se arrodilló y me levantó sujetándome de la cintura.
 -Ven, Sadie, mira lo que estamos haciendo –exclamó Honey con las manos manchadas de rojo.
 -¿Qué llevas en las manos? ¿Estáis sacrificando animales o qué?

 Honey me cogió de la mano. Me la pringó entera de aquello. ¿Qué era? ¿Pintura? Entramos a la velocidad de la luz a la Casa del Árbol. Estaba llena de huellas rojas.

 -¿Y… esto? –pregunté mirando a mi alrededor. Honey sonrió soberbiamente.
 -Es para que nos recuerden, ¡para que sepan que aquí hubo gente guay!

 No pude impedir que una sonrisa emergiese de mis labios. Honey era de lo que no hay.

 -Sois increíbles… -dije riendo. Gaël entró.
 -Te hemos dejado una pared para ti. Sé original.


 La verdad, no tenía costumbre de pintar en las paredes como Honey, pero me entró el gusanillo. Observé que ella había escrito: En memoria de una hippie. Paz, hermanos: Es difícil ser libre, pero cuando funciona, ¡vale la pena! –una célebre frase de Janis Joplin-. Y Gaël una frase en francés de la cual no supe su significado jamás. Estuve dejando mis huellas por aquí y por allá reservando una sección para unas palabras. Por supuesto, escribí: Sadie Carroll, rockera pateaculos, estuvo aquí.


 Justo debajo, en letra algo más pequeña anoté con el dedo: Después se piró a Seattle con la loca de la pared de al lado.

 Giré sobre mí misma y me encontré con las caras de estupefacción de Honey y Gaël.

 Quizá fui un poco brusca. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

Capítulo 2 - ¿Seattle?


 -¿De qué hablas? –pregunté curiosa.
 -Esta mañana, cuando he llegado, me he encontrado a Pete –Pete era el director de Strawberry Field por aquel entonces-, ¡y me ha contado que te han concedido una beca para estudiar en la Seattle Central Community College!
 -¡¿Qué?!
 -Sí, han llamado esta mañana. Dicen que estás más que capacitada. Y que te prepares pronto. Tu avión sale dentro de dos días.
 -¡Eh, eh, para el carro! ¡Yo no he solicitado ninguna beca! ¡Y menos a Seattle!
 -Pues a mí Pete me ha dicho que…
 -¡Habrá dicho misa, pero yo no pienso irme a ninguna parte! –gruñí. Salí de la habitación dando un portazo. ¿Qué me estaba pasando? ¡Era una oportunidad que no podía rechazar! En tan sólo dos días cumplía los dieciocho –además de salir el dichoso avión-. Después, me quedaba en la calle.

 Salí al patio del internado. Una ráfaga de viento helado me caló hasta los huesos. Me abracé a mí misma y seguí mi camino. No podía pensar con claridad. No sabía si era el frío, la confusión o la sorpresa; pero mi mente no funcionaba como era habitual. Eso me chocó. ¿Tanto me importaba dejar Liverpool? ¿Dejar Europa? Nada me ataba allí. Ni mi familia inexistente, ni mi hogar, que pronto dejaría de serlo. Pete me lo dejó muy claro: yo no sería una excepción.

 Cerré los ojos. Deseé desaparecer. Del mundo. ¿Por qué tenía que ser YO? ¿Por qué Luke se marchó? ¿Por qué mamá murió? ¿Por qué lo que me quedaba de ‘familia’ me rechazó? Me odiaba a mí misma. En ese momento recordé las largas noches en vela que pasé con Honey y con Angie. Me apoyaban. Me querían. Entonces lo entendí todo. Ellas. Eran todo lo que me quedaba en Liverpool, en mi vida; eran mi familia. Honey, una hermana, y Angie, una segunda madre para mí. Sin quererlo dejé caer los brazos y una lágrima recorrió mi rostro. En dos días me quedaba sola en el mundo. Y no podía hacer nada.

 Sentí un crujir de hojas a mi espalda. Frené en seco y me giré precavidamente.

 -Sadie… -dijo. Vi a Honey con mi cámara en alto. Acababa de hacerme una foto. No pude evitar sonreír.

 Me acerqué a ella.

 -Hola… -murmuré casi inaudiblemente.
 -¿Qué ocurre? –me preguntó preocupada. Algo muy raro en ella. La serenidad era su máxima.
 -Incluso yo me lo pregunto… Pero es que la sola idea de dejaros atrás… me aterra -dije con la mirada fija en el suelo sin hacerle caso. La miré. Me dedicó una tierna sonrisa de compresión.
 -Sadie, te entendemos. Todo lo que has pasado… No te podemos echar nada en cara. Te queremos y te querremos. Te vayas o no. Sabemos que has tenido que dejar a muchos seres queridos en el camino, pero… Deberías irte.

 Volví a retirar la mirada. No sabía qué hacer, qué pensar. Todo era tan extraño. Mi cabeza era una orgía de pensamientos contradictorios. Fruncí el ceño.

 -¿No te parece… raro? –pregunté, ni siquiera a ella, a mí misma. Tenía que oír mis propios pensamientos para entenderlos.
 -¿El qué?
 -De pronto, dos días antes de quedarme sin casa, Angie me dice que me han concedido una beca que nunca he solicitado –Por fin me funcionaba el cerebro. La razón volvió a mí.
 -¿Crees que fue Pete?
 -Lo dudo mucho… -me sinceré.
 -O… quizá algún profe lo hizo por ti. Ya sabes, todos te adoran y siempre dicen que algún día serás alguien, y…
 -¡Honey! ¡Eres un genio! –Le di un beso en la mejilla.

 Honey se quedó con los ojos como platos. Yo reí y salí corriendo. Era más que evidente. Diane –también llamada Srta. Robinson- era mi profesora de Literatura. Era una mujer joven, risueña y dulce. Éramos como uña y carne. Solía decirme que yo era como una hija para ella, puesto que ella no podía concebir su propio retoño. Quería lo mejor para mí. Fue ella. Estaba segura al ciento diez por cien.

 Entré en el internado como una exhalación. Crucé decenas de pasillos y decenas de vigilantes me gritaron que no podía correr así. Les ignoré. Tenía que darme prisa. Si pillaba a Diane en clase, ya no podría hablar con ella en todo el día. Sólo me quedaba doblar una esquina. Derrapé y frené. Nadie. Ese día tenía clase en la 566. Me asomé por la ventana de la puerta. El aula estaba vacía. Miré a mi alrededor y puse la mano en el pomo. Me dispuse a abrirla cuando, a su vez, una mano se posó sobre mi hombro.

 Pegué un salto.

 -¡Sadie! ¿Qué pasa? –Era ella.
 -¡Srta. Robinson!

 Ella me miró confusa.

 -¿Sí…?
 -¿Podemos hablar? –le pregunté nerviosa.
 -Claro, Sadie. Dime.
 -No, aquí no… Verá, es un tema algo delicado…

 La noté preocupada. Asintió. Entramos en su despacho.

 Se dirigió a su escritorio. Me señaló una silla justo enfrente suyo. Me senté. La habitación no era demasiado grande, algo normal. Paredes pintadas de beige, muebles carcomidos y marcos vacíos. Siempre estuvieron así. Una lamparita inundaba de luz el despacho. Las ventanas estaban cerradas.

 -Bien, ¿qué ocurre? –me preguntó apoyando la barbilla sobre sus manos. Yo vacilé. ¿Cómo pretendía preguntarle aquello con normalidad? Me toqué el pelo en busca de una respuesta.
 -No lo sé. Dígamelo usted –se me ocurrió. Ella se mostró recelosa.
 -¿Cómo dices…?
 -En serio, ¿qué le pasa? ¿Por qué me quiere mandar a América? –solté. Sentí cómo la furia se apoderaba de mí. Fui al grano. Nada me preocupaba ya.

 Se le endurecieron las facciones. Se tensó.

 -¿América? ¿Qué…?

 Me levanté de un salto.

 -¡Vamos! No disimule, por favor. Sé que ha sido usted. ¡No se lo echo en cara, pero ACÉPTELO! –rugí dando un golpe sobre la mesa. Se sobresaltó. No articuló palabra. Tuve que insistir-. ¿Por qué solicitó una beca a Washington sin mi permiso?
 -Sadie. No hay ninguna beca. La Seattle Central Community College ni siquiera sabe que existes. Es por otra cosa por lo que debes ir allí.

 Me quedé muda. 

martes, 13 de septiembre de 2011

Capítulo 1 - Strawberry Field


 Los pájaros no cantaban, hacía frío, el cielo era gris y yo había tenido una noche horrible. Mis migrañas nunca desaparecerían, cosas de la vida. Me froté los ojos bostezando y miré a mi alrededor. Papel de pared algo desgastado, muebles de los 70 y una vieja foto de ella. Hacía diez años que estaba aquí. Me quedé huérfana a los 7 años. A ella le gustaba fumar. Le costó caro. Se llamaba Scarlett Carroll. Según las fotos y mis lejanos recuerdos, era una mujer muy guapa. Rubia, siempre con los labios pintados de carmín, elegante. Sobre mi padre… tenía poca información. Sabía que se llamaba Luke Maxwell y que era marine americano. También tenía una foto que guardó mi madre en secreto hasta el día de su muerte. La encontró mi tía Hortence de casualidad cuando limpiábamos la casa. La tiró a la papelera murmurando. En cuanto salió de la habitación, la rescaté y la metí debajo de mi almohada. Siempre ha estado allí. No sé por qué, pero me inspiraba confianza, tenía una sonrisa sincera. Aunque siempre he sabido que nos abandonó. Cuando se enteró de que mi madre estaba embarazada, se volvió a Estados Unidos en un buque de la Marina. Mi madre me contó que lo destinaron a una misión en la RSS de Ucrania y murió allí. Yo la creí fervientemente. ¿Por qué habría de desconfiar de ella? Al fin y al cabo se encargó de mí enfrentándose a toda su familia, no me dio en adopción. La quería. Mucho. Tabaco, maldito tabaco.

 Lo cierto es que aún me quedaba familia. Mi tía Hortence y el viejo Gill. Nunca me soportaron, era una bastarda; sí, así me llamaban, era una bastarda inútil que me dedicaba a chuparles la sangre por culpa de mi madre, la golfa. Ahora me habrían resbalado sus palabras, a los 8 años no te lo tomas tan a la ligera. Lo pasé de pena; todas las noches lloraba en la cama. El primer año no fue tan malo, únicamente me ignoraban. Pero fue a peor, así que me internaron en Strawberry Field y se olvidaron del tema. Hace casi 10 años que no sé nada de ellos. Ni ganas.

 Levanté la vista. Una grieta recorría el techo en diagonal. No era profunda. Larga como mi estancia en el internado. Superficial como mi vida social. Sólo he tenido una amiga en toda mi vida: Honey Applewhite, una hippy medio loca amante de los Beatles y de Janis Joplin que vestía de manera bastante extravagante y pintaba en las paredes. Era muy creativa, pintaba cualquier detalle que le impactaba: desde un mosquito zumbándole en la oreja hasta el mismo Big Ben. Aunque eso de utilizar como lienzo la propia pared le traía ciertos problemas. Yo, en cierto modo, me parecía a ella. Siempre llevaba mi cámara Leica M3 conmigo y fotografiaba cada instante de mi vida. Era de mi abuelo materno, Clint Carroll, que la compró en Nueva York en 1954. Me sorprendía que aún funcionase. Hacía fotografías en color, pero con cierto halo de nostalgia. Jamás salía sin ella en el bolso.

 La cogí. Había visto algo que no estaba cuando me acosté. Honey había hecho de las suyas. Al lado del tocador había dibujado con carmín el rostro de un chico. A la derecha, una frase: Piece of my heart, una canción de Joplin. La verdad, no tenía ni idea de quién era ese chico, pero ya tenía preparada mi cámara para retratarlo. Sonreí mientras miraba por el visor y enfocaba. Apreté el disparador, algo crujió y me sobresalté. La cámara se zarandeó.

 -¿Qué haces, tía? –preguntó Honey desde su cama alborotándose el pelo. Me volví frunciendo el ceño.
 -¿Qué ha sido ese ruido?
 -Los muelles de la cama, pequeña. Que ya tiene sus trotes –Le encantaba decir cosas raras.
 -¡Mierda! Seguro que la foto ha salido borrosa.
 -Va, no te preocupes por ese cacharro. Dame ropa.

 Puse los ojos en blanco. No era raro que me pidiese que le pasase algún trapito. A ella le daban igual las combinaciones de colores, los estampados y las texturas; sólo utilizaba la ropa para mantener su temperatura corporal. Le pasé unos pantalones vaqueros y un jersey de lana de colores. Ella seguía en la cama bostezando.

 -Bien, bien, Sadie, ¿a que no sabes quién es? –preguntó con una media sonrisa impresa en la cara señalando hacia la pared.
 -Pues, la verdad…
 -Oh, tía. ¿Me tomas el pelo? ¿Tan mal dibujo que no reconoces al mismo Gaël Bouvier?

 Entorné los ojos mirando fijamente el rostro de aquel tipo. Efectivamente, se trataba de él. El chico más bohemio del internado. Un francés que tocaba la guitarra como nadie.

 -¿Y eso tan cursi?

 Honey asomó la cabeza por el cuello del jersey.

 -¿Cómo dices…?
 -Piece of my heart. ¡Normalmente sueles ir más al grano!
 -¡Oh, cállate!

 Me tiró la almohada. Casi me caí de culo.

 Alguien tocó a la puerta.

 -Abre la puerta, palomita –me pidió abrochándose los pantalones.

 Golpeé el pomo con desgana y tiré la puerta hacia mí. La vigilante de nuestro pasillo entró como una exhalación. De nuevo, estuve a punto de caerme.

 -¡Angie! –grité intentando mantener el equilibrio.
 -¡Buenos días! –exclamó a toda prisa. Abrió las cortinas de una sacudida. La luz me golpeó las retinas con brutalidad y me cegó durante unos instantes.
 -¡Ay! –Volví a gritar; las mañanas en Strawberry Field solían ser mucho más tranquilas. Honey salió del pequeño baño –simplemente una taza de váter y un lavabo; había una ducha comunitaria en cada pasillo- con el ceño fruncido y el cepillo de dientes en la mano.
 -¡Eh, tía! ¿Qué te ha dado? –dijo no sin cierta dificultad.
 -¡Tengo una noticia maravillosa, Sadie! –exclamó con una sonrisa radiante sin dejar de mirarme.